UCHUMATAQU CHIPAYA Y LA DROGA SECRETA
Publicado en EOC nº 98
A unos 4000 metros sobre el nivel del mar, en las llanuras salinas de Coipasa, en Bolivia, y sobre las ruinas dejadas por anteriores civilizaciones andinas, habita el antiguo pueblo de los Uchumataqu chipaya. Un pueblo silencioso y pacífico que, a pesar de sus siempre presentes sonrisas, guardan un secreto que ningún antropólogo ha conseguido desentrañar aún.
LA PARTIDA
Llegar a esta etnia es extremadamente complicado. Viven en un salar tan árido que nadie, civilizado, pasa por allí. Eso les ha salvado de ser destruidos. Cuando aterricé en Bolivia una de mis principales metas era ellos. En el departamento de Oruro (la ciudad más cercana al lugar) la Unidad de Cultura y Turismo del gobierno autónomo departamental no supieron darme información relevante sobre cómo llegar al sitio. Intentaron a toda costa que me trasladara al turístico salar de Uyuni y dejara esas cosas “raras” de lado. Tras una animada charla y después de encontrarme con varias personas del departamento, di, al fin, con alguien que supo indicarme. Quizás podría llegar a ese desierto muerto con un desvencijado autobús que estaciona en ocasiones en el mercado popular de Oruro.
-“pero ese lugar es sólo para los lugareños” -me avisó-, “allí no le atenderán bien”.
Y no le faltaba razón. Cuando descendí del taxi la gente del mercado me miraba raro. “¿qué hace un blanco por aquí?”, era lo que se percibía en sus ojos. Con mi mochila a la espalda, cada vez que intentaba preguntar dónde podía tomar el autobús de chipaya, se ocultaban en sus sombreros “bombín” Borsalino o se miraban unos a otros con extrañeza. Por fin di con el dichoso vehículo, un triste ómnibus que llevaba hasta Chile. Partía de inmediato pero yo ni siquiera había adquirido provisiones para el viaje. Me anunciaron que el próximo saldría en un mes aproximadamente y que no había otro medio de llegar. Amén de que este vehículo no llevaba a dónde quería sino que sólo me dejaba en el desierto, en las afueras de un poblado que ni ellos supieron decirme cómo se llamaba. No me lo pensé dos veces y me monté en él dejando mi suerte en manos del destino.
El camino fue largo y en el ínterin fui haciendo un balance de mis provisiones. El resultado: un paquete de galletas saladas, otra de dulce, varios sobres de sopa instantánea, y kétchups para barnizar una pared entera. ¿Agua? Sólo una cantimplora de un litro y una botella plástica de litro y medio. ¿Cómo iba a sobrevivir en un ambiente tan hostil como aquel y sin saber siquiera donde quedaría varado? Pero el espíritu aventurero se antepuso a los imponderables.
El autobús se despidió de mí en medio de un paraje adverso y yermo. La gente del interior se fue alejando en el vehículo sin dejar de mirarme con lástima y curiosidad. ¿Dónde estaba? ¿Qué lugar era este? ¿Cómo llegaría a mi destino? Y lo peor, ¿dónde me alojaría hoy? A mis espaldas una desolada aldea de apenas diez casas y sin actividad humana por ninguna parte. Por casualidad, a un lado vi a una mujer indígena sentada en el suelo rodeada de cientos de utensilios. Era obvio que estaba esperando algo y aproveché la coyuntura para acercarme a ella e indagar un poco, al tiempo que le ofrecía un par de las pocas galletas que traía conmigo.
-“Sí. Yo soy chipaya –me contestó en un pobre español-. Yo voy allá. Yo te llevo. Mi marido viene con su auto. Esperar aquí.”
Estaba salvado! No sólo tenía dónde pasar las frías y peligrosas noches de estas llanuras salíferas sino que tenía la oportunidad de llegar directamente al destino fijado.
El hombre no tardó en llegar en una vieja y destartalada furgoneta Ford F100 en cuya parte trasera descubierta me invitó a montar prestándome una añeja manta, que apestaba a muerto, para poder pasar las horas de viaje. Y así fue. Unas ocho horas de marcha dónde vi ceder la tarde a la noche y a un cielo profusamente estrellado y limpio que me hizo sentir feliz a pesar de no saber si esta gente era del todo de fiar. Llegamos sobre las 12 de la noche a los aledaños de un poblado completamente a oscuras. Allí nos recibió un chipaya vestido con su atuendo tradicional que amablemente me ofreció un lugar donde pasar la noche. Entrar allí era entrar en boca de lobo, lleno como estaba, además, de millares de trastos viejos amontonados por doquier. No había luz eléctrica y tuve que encender mis velas…, lo cual es harto difícil teniendo en cuenta el poco oxígeno que circula a esas alturas.
A la mañana siguiente no encontré a nadie fuera de la casa. Sólo existía un zaguán muy grande en cuyo lado se veía una puerta entreabierta. Con timidez fui hacia allí y la abrí para agradecerle a mi anfitrión su amabilidad. Pero en el lugar no había nadie salvo la dieta habitual que esta etnia suele consumir en su versión cárnica. A saber: del techo, y esperando la deshidratación y la lenta maceración del tiempo, colgaban ratas y flamencos sin pelar.
Hacía mucho frío y salí de aquel conjunto de casas con la confianza de encontrar a alguien con quien poder hablar y presentarme formalmente. Pero en el exterior no había nadie salvo el viento azotando las polvorientas calles y los pájaros graznando en las alturas.
Se conoce muy poco a los llamados “hombres del agua”. Estas son tierras misteriosas donde ni los incas, en su tiempo, se atrevieron a transitar. Son un pueblo reservado, secreto, casi etéreo, con el que es difícil comunicarse. Se les confiere una antigüedad de 2500 años, lo que los convierte en la cultura más antigua de los Andes. Los Uchumataqu chipaya, sobrevivieron al imperio incaico y a la conquista española y son el vestigio viviente de esa antigua civilización Uru (kjotsuñi), anterior a la incásica, aimarae o quechuas, con su piel más oscura y sus rasgos más dilatados. A diferencia de los uros del Titicaca o de otras comunidades como los irohitos o muratos, estos no se han mezclado con otras etnias y su aislamiento en estas tierras vetustas y baldías les ha ayudado a conservar prácticamente intactas sus tradiciones y costumbres. Se hacen llamar “los seres del agua” porque otrora su tierra estaba regada por las lluvias. Hoy, con el lamentable cambio climático, esta ha perdido mucha humedad y sólo se ven charcas y lagos, convertidos en lodazales, por lo que sólo pueden basar su economía en la caza de flamencos y en la obtención de menesterosas siegas de quínoa y patatas que se recolectan en un territorio con exceso de salinidad. Poseen su propia lengua (Puquina, según ellos, y de origen uruquilla), pero la tímida llegada del catolicismo en el siglo XV, les hace entender el español y les ha llevado a un sincretismo moderado. Descritos por primera vez por Metraux en 1923, siguen viviendo arrinconados en una parte de la geografía nacional, azotados por la adversidad de un ecosistema inhóspito y sin ningún apoyo estatal.
Seguí caminando por las calles de Santa Ana de Chipaya (pues así se llama la aldea principal) sin encontrar un alma que se acercara a mí. Sabía que existían aproximadamente unos 1500 individuos sin apenas censar, por lo que no ver a nadie me inquietó bastante. Continué transitando sus calles hasta que salí del área rural de ladrillo y argamasa, en el que ahora viven, y llegué al desierto donde se asientan dispersas las pequeñas viviendas circulares tradicionales en forma de cono (los putukus) que se diseminan por el todo el llano como un campo de hongos. Quise acercarme a ellas pero un muro infranqueable, en forma de río transversal, me lo impidió.
La luz del amanecer confería un aspecto fantasmagórico a todo aquel villorrio con la tenue neblina que lo ocultaba tras su velo. En su horizonte, y como adornando un lienzo perfecto, se divisaba algunas de las cimas más elevadas de toda la cordillera andina, como la cima nevada del extinto volcán Sajama, uno de los puntos más altos de los Andes. Antaño estas cumbres estaban atestadas de nieve, pero ahora, esta está desapareciendo dejando al descubierto su roca dura y erizada. Me encontraba, por tanto, en la zona más expuesta del altiplano boliviano, rodeado de centenares de kilómetros cuadrados de una planicie semidesértica formada por pequeñas dunas y arbustos resinosos (tolas).
¿Qué hacía yo aquí? Pensé. ¿Qué era lo que realmente me interesaba para trasladarme a sitio tan indómito y lejano? Los aimaraes conocen a esta gente como “El pueblo de los Chullpas” porque sus típicas casas circulares se parecen mucho a las torres (chullpas) de piedra o barro en que las antiguas tribus del Altiplano daban sepultura a sus muertos. Sabía que, más allá de esto, los uchumataqu eran adoradores ardientes de sus propios muertos a los que les otorgaban una naturaleza oculta que no se da en ninguna otra parte del mundo. Quería saber cuál era ese rol exacto…, pero si había algo de esa arcaica etnia que me interesaba sobre todas las cosas era esa sustancia tan poco divulgada y tan poco conocida para nadie. Una sustancia probablemente alucinógena que aún nadie ha sabido cuál es y nunca se ha comentado en los escasísimos trabajos que existen sobre los uchumataqu chipaya.
Me di cuenta, al borde del río como estaba, que si no había nadie por allí debía haber una razón de peso y esa razón, obviamente, no debía ser yo. A lo lejos vi acercarse una nube de polvo que muy rápidamente iba adquiriendo una intensidad preocupante.
-¡Amigo! ¡Si no quiere morir hoy, escóndase! ¡El Kis-sogo se acerca y se le llevará con él! –me dijo una voz a mis espaldas.
Al girarme, vi allí a un hombre de mediana edad, vestido con el traje tradicional y el sombrero de fieltro de batanado de oveja. Era mi primer chipaya en el día de hoy.
Se presentó como Eloy Wal Walaqch´qay , y me ofreció enseguida su casa.
-Si quiere vivir –insistió- tendrá que venir conmigo a mi casa, ¡allí! Y señaló las casas circulares al otro lado del río.
No me dio tiempo a volver al alojamiento que me habían ofrecido la noche anterior para recoger mis cosas. Me instó a que marcháramos enseguida si queríamos sobrevivir. No me lo pensé dos veces, le seguí raudo y comenzamos a cruzar el río Lauca. Previamente, tuvimos que romper con palos los bloques de hielo que flotaban por encima. Cuando entré en el agua esta estaba tan gélida que cortaba la respiración. Me llegaba por la cintura y hubo un momento que caminar por aquel elemento me resultaba imposible debido a la congelación. No veía el momento de llegar al otro lado, pero distinguir a mi nuevo amigo vadear aquel río helado como si eso no fuera con él, me animó a continuar. A lo lejos se acercaba a gran velocidad lo que enseguida comprendí era el Kis-sogo: Una tremenda tormenta de arena que lo envolvía todo a su paso, razón, entendí también, por la que no había visto a nadie en la calle.
-¿Es que no tenéis un puente? -Pregunté totalmente entumecido.
-¡No podemos! -Fue su breve y enigmática respuesta.
La tormenta se nos había echado encima cuando llegamos a la otra orilla. El viento arrastraba con tal fuerza la tierra del suelo que el polvo resultante nos azotaba las caras como un fuerte latigazo. Era casi imposible respirar y caminar, entumecido por el frio, y con rachas de viento de más de 80 kilómetros por hora, resultaba casi imposible. Al fin, nos refugiamos en el putuku de ladrillo de turba de mi reciente amigo.
En el interior de aquel habitáculo de estrechísimas dimensiones, desprovisto de ventanas y sin mueble alguno, estaban ya, sentadas sobre cueros de ovejas, la mujer y la hija de mi anfitrión, vestidas ambas con la indumentaria tradicional (Ujreju), consistente en una túnica con mangas y cubierta la cabeza con un paño de lana pardusca de llama u oveja. Amablemente me invitaron a sentarme a su lado y me ofrecieron un plato de sopa de quinoa con arena, (porque allí todo tiene arena), mientras escuchábamos el fuerte bramido del viento agitando todo el lugar. Estas edificaciones, comprobé enseguida, estaban tan bien hechas y era tal la experiencia de estas gentes con las ventiscas, que en ninguna rendija podía colarse polvo alguno.
EL DIABLO
-El diablo saqra ya se está entre nosotros –me dijo-. Se lo llevará todo con él.
Mi interlocutor hablaba un perfecto español. Se sentó a mi lado junto a su familia, y sirviéndose él también un plato de quinoa, me siguió explicando:
-Ya no quedan Sukachiris del viento (una suerte de chamán específico del viento), y nuestra religión se muere como se muere esta tierra. Los sogo (vientos) cada vez soplan más fuerte y ya ni los pariwana (flamencos) crían como antes. Nos hace falta el agua. Ya no tenemos agua y estamos dejando de ser nosotros.
Las tormentas de viento y arena en estas tierras chipayas son impresionantes. Pueden durar días o semanas, haciendo peligrar las cosechas, y nada se puede hacer salvo ocultarse y esperar que pase lo más rápidamente posible. Este fenómeno es debido a la sequía y el mal uso que se hace de la tierra de cultivo. Es una suerte de ventisca negra, como el Dust Bowl de los EEUU en los años 30. El viento levanta del suelo toneladas de tierra que se convierte luego en una auténtica tormenta de arena.
-“Saqra ha regresado a nuestras tierras –me explicó-. Sólo hay dos pasajes (puentes) en todo nuestro río, Tunakipa y Nigru, donde San Miguel venció al Saqra. El resto, es dominio del diablo. Ese río va directo al infierno Chungara, en el volcán Wallatiri, dónde mora Saqra. Pero ahora ha dejado su cueva y está de nuevo en el salar de Coipasa, entre nosotros.
Mientras comía lo que amablemente me habían ofrecido y trataba de secar mis ropas en la hoguera central, me fui dando cuenta que Eloy hablaba, no en términos de leyenda o mito, sino como de alguien o algo que realmente se paseaba por el poblado como un ente físico. El viento ululaba afuera con inusitada fuerza y acompañaba a la perfección este infernal relato. Cuando le pregunté si alguien le había visto alguna vez respondió afirmativamente.
-Los jiliri cotopuchu (líderes comunales y del agua) lo han visto varias veces caminar por el río y el desierto…, y yo mismo lo he visto hace dos días. Es alto, con orejas en forma de cuernos y con su túnica parda como la nuestra. Nuestros ríos Lauca y Desaguadero le pertenecen. Él ayudó a que los peces ispi (Orestias Humbolti), karachi (Orestias Mullen) y boga (Orestias pentlandi) fueran devorados por el extraño pejerrey; el que ahora hasta él está amenazado.
Me atreví a preguntarle cómo era que lo había visto.
-Sí, lo vi hace dos días, cerca del lago Poopó, entre el polvo del desierto. Me miró fijamente a los ojos. Él hace que el mundo sea como es. El mundo entero se muere y nadie va a librarse de su castigo. La gente entera va a morir. La oscuridad regresa al mundo y el agua sucia vuelve a la tierra otra vez.
-¿Por qué de este castigo? –volví a preguntar.
-Nos estamos olvidando quienes somos. Los jóvenes pierden su forma y las costumbres no siguen. Prefieren el dinero e irse a Chile a trabajar, donde ya no son ellos. Así, el diablo, feliz de nuevo, viene para arrebatarnos lo poco que nos queda.
Fueron muchas los días que pasé con mi anfitrión y su familia, pues la tormenta no cesó hasta dos jornadas después. Tuve tiempo de conocerles en profundidad y de hablar con ellos de multitud de asuntos pues compartí su minúscula “casa” sin poder salir fuera en ningún caso. Sólo el fuerte viento y la arena concentrada golpeándolo todo a su paso, era el único sonido que nos llegaba. Uno de estos asuntos, y que creo merece la pena destacar aquí, es su leyenda sobre del Diluvio Universal, algo con lo que ya me he encontrado en muchos otros lugares remotos de la tierra como una fábula obstinante.
-Hubo una humanidad anterior (chullpa) que vivió en los tiempos de la penumbra –me contó, sin que ya me sorprendiera-. El agua lo anegó todo y todos murieron ahogados. Los que vieron nacer el Sol de nuevo, sobrevivieron a la catástrofe. Los chipaya fueron unos de ellos. Aquella fue una chullpa muy fuerte y sabia que dominaba los elementos, pero con el tiempo quisieron conquistar también a Pachamama y esta los ahogó. Es una historia antigua que viene del primer chipaya. Hoy está pasando lo mismo y el agua regresa como barro y suciedad y a todos se nos llevará. La gente ha llegado a su final y el chipaya también. Vuelven los tiempos de la penumbra.
Cuando le pregunté sobre este asunto, él se limitó, simplemente, a emplazarme con los ancianos y el putira (encargado de conocedor de las tradiciones, que cuida el templo chipaya) para que les preguntara lo que quisiera. Y así lo hicimos dos días después, cuando al fin pudimos ver la luz del día y respirar el exiguo aire que corre por esas latitudes.
Eloy, intercedió por mí frente a los líderes y viejos. Me presentó ante un nutrido grupo de hombres y mujeres que me miraron fijamente, aunque con amabilidad, pero siempre mostrando una tenue renuencia cuando lo hacían. Yo no dejaba de ser un “tozha”, un extranjero de rasgos distintos, que no se sabía muy bien a qué venía aquí. Me hallaba ante una suerte de comité indígena que querían saber qué era yo y qué hacía aquí.
-He venido a conocer sus medicinas tradicionales y su forma de vida. Vengo de muy lejos y lo que quiero conocer, sobre todo, es esa planta secreta que ustedes toman para conectar con sus muertos – contesté sinceramente y sin cortapisas, aún a riesgo que me echaran de su pueblo. Si les gustó o no mi respuesta aún no lo sé, pero lo es claro es que me miraron con mejores ojos pero muy sorprendidos por saber que consumían una sustancia alucinógena desconocida.
Hay otra cosa que nunca se ha escrito ni contado sobre lo chipaya. Plantado ante esa junta inquisitiva, me percaté que a cada pregunta que el putira me hacía, su mirada, y la de los otros hombres, se ladeaba indefectiblemente hacia las mujeres que asentían, o no, según mi respuesta. Me di cuenta en ese momento del alto contenido matriarcal que existía en esta sociedad tribal. Las mujeres mandaban tanto o más que los hombres. Después veremos a qué puede ser debido.
Los días posteriores fueron muy tranquilos. Aunque no me habían aclarado ninguna de mis cuestiones, como cabía esperar, al menos gozaba de su permiso para permanecer en la aldea y me convertí en una figura habitual entre ellos. Todos se me acercaban para saludarme y de todos recibía su complaciente sonrisa. Pero a la hora de hacer averiguaciones sólo me encontraba con evasivas y expresiones ambiguas. Había caído bien, de eso no tenía la menor duda, y sabía que esta era la oportunidad para conocerles en profundidad, pero, aunque jamás me encontré con un desaire y recibía la ocasional ayuda de mi amigo Eloy, sabía que esta tarea no iba a ser en absoluto fácil.
Cierto día que vi accidentalmente a un anciano hechicero realizando prácticas adivinatorias arrojando un puñado de hojas de coca a un recipiente (hojas que consumen en grandes cantidades mezcladas con polvo de lima y “llijt´a” (ceniza para mascar la coca) con intención de combatir el hambre, el frío y la fatiga), pregunté a mi amigo si existiría la posibilidad que los cotopuchi (hechiceros) me dejaran ver algún ritual de unción a los muertos o cualquier otro ritual que ellos practicaran. Tenía prisa, porque el problema siempre en este tipo de investigaciones es el tiempo que nunca corre a nuestro favor. Los chipayas son pacíficos y amables, lo que no ocurre con todas las etnias que he conocido, pero, como antes dije, son muy cerrados para mostrar sus tradiciones más secretas. Eloy consiguió, finalmente, que accedieran a ello.
LOS MUERTOS VIVOS
Fue con los ancianos con los pude entenderme para conocer su mundo mágico. Los más jóvenes, como tristemente está ocurriendo en casi todas las sociedades tribales del mundo, se desentienden de ese universo y prefieren marchar a las grandes urbes donde consiguen algún dinero y donde nada les espera, realmente, salvo el desarraigo. Fue con los ancianos, digo, con los que entablé una buena conexión. Estos, me enseñaron varias técnicas curativas, como el uso de la grasa de los flamencos, en forma de ungüento, para sanar el reumatismo, el dolor de huesos o la pulmonía. Cómo con sus excrementos, mezclados con cal, ajo de Castilla y ajo común, molido y aplicado en forma de parche, se cura la parálisis facial. O cómo con las cenizas de sus plumas se curan las hemorragias y las fiebres, pero poco de lo que yo deseaba conocer realmente. Con Eloy y el señor Anselmo, hombre de contaría con unos 90 años, conseguí finalmente adentrarme en el alma chipaya.
-Antiguamente –me dijo Anselmo- los chipaya éramos hombres especiales. Practicábamos mucha magia y como hombres del agua podíamos convertirnos en ranas. Con la sukarpaya (Un antiguo saber que integra a los miembros del pueblo y les ayuda a mantener la relación de respeto entre hombre y naturaleza), el mundo se mantenía. Ahora los hombres jóvenes no practican los ritos, se marchan y abandonan nuestro mundo antiguo. Vuelve la oscuridad al mundo.
Este concepto volvió a mis oídos como un concepto inalterable. No sólo me lo contaban los uchumataqu chipaya sino que también lo había escuchado de otras etnias en otros rincones del planeta. “El mundo como algo que desaparece para convertirse en otra cosa”, se me ha presentado en los últimos años con algo invariable. ¿De verdad estaremos asistiendo al final de nuestra era?, ¿al final de un mundo conocido para pasar a otro? La verdad que a tenor de los tristes acontecimientos a los que estamos asistiendo actualmente, esta idea puedo cobrar vigencia.
Aproveché esta coyuntura para adentrarme más en su cosmogonía y entender el universo de los mantenedores de la más arcaica cultura boliviana. A los más antiguos de la llamada cultura Wankarani.
-¿Qué relación tienen ustedes con sus muertos? ¿Qué son los muertos? –Pregunté.
-Somos chullpapuchus, los descendientes de la gente más antigua de la tierra andina. Por eso, nuestros muertos conocen el comportamiento de cada hombre y mujer chipaya y son sus calaveras las que nos indican cómo vivir y ser. Si alguien ha sufrido un mal, acude a un yatiri (chamán de las calaveras de los antepasados) para que este les de indicaciones. Durante tres días, el yatiri cuida y ofrenda de q´oa (mesa ritual) al t´ojlu (calavera) y conversa con él. Nosotros nunca mentimos porque ellos lo saben todo y podrían castigarnos. Si un chipaya ha robado, el difunto se le aparece y le obliga a devolverlo, si no lo hace enferma y muere. Nuestros muertos están vivos y se levantan de sus tumbas cada vez que alguien miente o hace maldad.
Lejos de abandonar la idea de que gran parte de las ideas indianas son mitos y leyendas sin fundamento real, mis preguntas se encaminaron al lado contrario. Con los años, he sabido distinguir lo que para los indígenas no es más que un mito de algo que podría ser real en un sentido físico. Y aquí observé que lo que decía formaba parte de un hecho concreto y real.
-¿Dice usted, Anselmo, que sus muertos salen de sus tumbas de verdad?
-Sí. Lo hacen sólo cuando el yatiri los invoca. Sus cuerpos salen del camposanto y van a hablar con el malhechor. Puede salir cualquiera de ellos. Nosotros seremos ellos cuando muramos. Sus cuerpos están rotos, viejos, consumidos, pero salen si alguien de la comunidad no hace el bien.
-Pero usted, Anselmo, habla de que salen sus espíritus, sus almas….
-¡No! –Me interrumpió- ¡Salen sus cuerpos unidos a su cráneo! Son nuestros tatarabuelos, nuestros abuelos, nuestros padres muertos. Abren sus tumbas y se presentan ante el mal. Las ánimas los mueven y son los guardianes del pueblo y si una persona miente o roba, estos cráneos les castigan saliendo y uniéndose a sus cuerpos enterrados.
Me dejaron visitar el macabro cementerio municipal chipaya, de donde supuestamente “salen” estos cuerpos “incorruptos”. En un páramo abierto, repleto de tumbas de distintas formas, se divisan varios cráneos con sus órbitas oculares rellena de algodón y trapos “observando” el desierto chipaya. No me dejaron hacer fotos pero me encontré con un espectáculo que obligaba a creer en ese credo de los muertos vivientes. Todo estaba muy cuidado y lleno de atenciones. El camposanto es sacro y si alguien comete una grave infracción se le amenaza con no ser sepultados en él. Pero lo curioso es que también desentierran a los muertos para aleccionar a los infractores mostrándoles los cuerpos que podrían visitarles.
-Ellos nos cuidan y protegen –me explicó Anselmo, al ver mi cara sugestionada recorriendo todo aquel panorama -. Les damos de comer, beber y fumar y ellos nos traen la lluvia o luchan contra el viento y las heladas. Pero ahora el saqra (diablo) está de nuevo entre nosotros y la desgracia se cierne sobre nosotros. Ya no pueden hacer nada. Todo se seca, todo se muere y ni los samiris (potencias gestadoras de la naturaleza), pueden detenerlo.
LA FEMINIDAD Y EL RITUAL
La cosmovisión chipaya gira en torno al agua y el lago Poopó. Hablé con varias “autoridades del agua” o jiliri cotopuchi, que me enseñaron invocaciones y ch´altas pero, a pesar de mis esfuerzos, me fue imposible dialogar con las mujeres de sus rituales especiales y totalmente desconocidos. Sé que existen porque me lo confirmaron sucintamente en varias ocasiones. Las mujeres tienen aquí un poder determinante, lo ratifiqué con el tiempo, y es considerablemente silencioso. Son las únicas que caminan todavía descalzas y jamás prescinden, como a veces hacen los hombres, de sus trajes tradicionales. Marchan siempre con decisión, como si tuvieran muy claro a dónde van, y nunca jamás me saludaron o pude hablar con ellas de nada. En cuanto lo intentaba, se alejaban sin ni siquiera devolverme una sonrisa, como sí hacen sus hombres. Todo lo que veía de ellas era raro e intrigante.
Los Uchumataqu, reverencian desde hace milenos a la Madre Tierra, las aguas, la luna y las lomas sagradas, todo deidades predominantemente femeninas que esta cultura, tan antigua como la sumeria, veneran cotidianamente. Existen los mallku de las chacras (dioses tutelares) pero no son tan importantes como la virgina (la parte sagrada femenina y plural que protege las tierras cultivadas) o las tallas, (deidades también femeninas que intervienen en todo tipo de ritos y que acompaña la mayor parte de sus actividades). Son deidades sagradas relacionadas indefectiblemente con la naturaleza que a pesar del frío, las sequías y los vientos, les da cobijo con sus dones austeros. Lo femenino aquí es primordial, y es por ello que sus mujeres, aunque no sea un principio reconocido abiertamente, se invisten de un papel dominante.
LA DROGA MISTERIOSA
Pero, como indiqué antes, mi interés fundamental se centraba en la misteriosa sustancia ¿alucinógena? que les pone en contacto con sus espíritus y que yo sabía tomaban sólo en ocasiones muy especiales. Al preguntar por ella en la primera reunión que tuve con el comité de bienvenida todos se sorprendieron mucho cuando la mencioné. ¿Cómo sabía yo de eso?, leí en sus ojos. No recibí respuesta alguna pero este detalle confirmó lo que hasta ahora no era más que una sospecha para mí. Hasta este preciso instante este ingrediente secreto no era más que una leyenda sin confirmar, un hecho nunca registrado oficialmente que, ahora, se revalidaba para mí gracias a su asombrada reacción. Y si es tan secreta, ¿cómo sé yo eso, se habrá preguntado el lector tanto como lo hizo el chipaya? Pues merced al escrito de un viejo explorador y aventurero italiano que puso sus pies en estas tierras hacia 1950 y que conoció de primera mano la extraña planta medicinal. Su nombre, Adriano Gatto y el texto, muy breve y poco interesado por su parte en realidad, “La Cordillera de los Andes”. En el manuscrito, apenas habla de los uchumataqu, limitándose a hacer un recorrido anodino por los sitios que visitó. Sólo existe un breve pasaje en el que hace mención del misterioso mejunje. Cómo consiguió que se lo descubrieran o siquiera qué planta puede ser, no lo revelará jamás en todo el relato. Por su anotación se puede deducir que es alucinógena, ya que el yatiri que le acompañó y tomó el brebaje frente a él entra en una suerte de trance hipnótico que le pone en contacto directo con los mallku. Lo que para mí no había sido más que una ficción (ya que no se menciona en ningún otro documento sobre los chipaya), se hacía ahora realidad. No obstante, la pregunta ahora era si la seguían tomando y si podría yo conocerla.
Fueron varias las semanas que pasé con los uchumataqu, pero, a este respecto, siempre me encontraba con la misma respuesta. Una sonrisa y un encoger de hombros. Nadie parecía saber nada y nadie consideraba querer hablarme de eso. Ni mis dos conocidos más cercanos, Eloy y Anselmo, quisieron nunca orientarme en este asunto. Los días se me agotaban y debía regresar a Oruro. Sabía, por lo antes mencionado, que el enteógeno existía, pero realmente no tenía pruebas de ello ni testimonio alguno que lo cimentara. Fue el día de mi marcha, después de una cálida despedida con los miembros de esta extraordinaria etnia, cuando, subido en la moto de un joven indio que vivía en Chile, Eloy se me acercó y me dijo, casi al oído: “Existe eso que busca. Es como una lampaya* pero más pequeña. Es sagrada. Es raro que tú la conozcas. Ten un buen viaje, amigo mío”. Y con estas palabras, tuve que salir de aquella misteriosa tierra sin haber conocido los secretos de la planta más secreta de la Tierra…, que, sin embargo, existe.
EL FIN DE UN TIEMPO
En las tierras chipayas se han asentado en los últimos años, como un estigma fatal (que veo constantemente en todas partes a donde viajo, como un cáncer que todo lo devora), los Evangelistas de la Última Profecía, los católicos y los pentecostales que están empezando con su acostumbrada y inaceptable cantinela de la prohibición. Los milenarios uchumataqu luchan contra ellos pero, tal como aseguran, los tiempos nos están venciendo a todos y ya es poca la resistencia que pueden ofrecer. Estos elementos foráneos, y jamás caritativos ni beneficiosos, están consiguiendo la pérdida de su cultura mística. La Pachamama está prohibida por no ser obra de “Dios”. Por suerte, los jilakatas (jefes comunales) están incentivando a sus jóvenes a seguir las costumbres y rescatar su identidad de la falacia religiosa. Cuánto podrán resistir, es algo que tendremos que ver. El pueblo milenario que sobrevivió al imperio incaico y la conquista española se enfrenta ahora a su irremisible extinción frente a estas religiones obsoletas y obstinadas y al cambio climático, propias de esta época. Quizás sea el fin de los tiempos, como ellos mismos pronostican.
Jacques Fletcher
*Lampaya o lampayo es un género botánicode plantas con flores pertenecientes pertenecientes a la familia de las verbenáceas. Es natural del sur de Sudamérica.