Published On: Lun, nov 11th, 2013

“YO VI A LA SANTA COMPAÑA”: TESTIMONIOS MODERNOS DE UN MITO ANCESTRAL

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Publicado en EOC nº 74

EOC 74 PORTADA

Son innumerables los testimonios de personas que se han topado cara a cara con la Santa Compaña: la popular comitiva de muertos, común a distintas regiones del continente europeo, donde es conocida por nombres tan diversos como Estadea, Estantigua, Hoste, Sluagh o Toili, entre otros muchos. Sin embargo, el fenómeno es idéntico: seres de aspecto fantasmal que levitan sobre el terreno, van cubiertos por una especie de túnicas y, en ocasiones, profetizan futuros fallecimientos. En este capítulo presento los casos más interesantes de todos los que he tenido la oportunidad de investigar, incluidos algunos ciertamente extraños, en los cuales estas entidades aparecen vinculadas al fenómeno OVNI o llegan a “secuestrar” al testigo…

¿Qué es la Santa Compaña? En teoría un mito, cuyos orígenes están bastante bien estudiados. Según los antropólogos que han ahondado en el fenómeno de la procesión de muertos -común a distintas regiones de la Vieja Europa y conocida por nombres tan diversos como Santa Compaña, Estadea, Estantigua, Hoste, Sluagh o Toili, entre otros-, esta tradición parte de las milenarias creencias de los pueblos del norte de Europa. Eran Wotan primero y Odín después, los dioses encargados de trasladar las almas de los fallecidos al “otro mundo” en una especie de procesión nocturna.

La Santa Compaña representado como graffiti realizado en una calle de Pontevedra

La Santa Compaña representado como graffiti realizado en una calle de Pontevedra

A partir del siglo IV de nuestra era, cuando el cristianismo penetró con fuerza en el continente, las antiguas deidades paganas fueron cristianizadas, generalmente relacionándolas con entidades maléficas, a fin de que el pueblo dejara de adorarlas. Así, Wotan y Odín se transforman en el mismísimo Satán, quien dirigía las almas de los condenados hacia las moradas del infierno. En el siglo X encontramos la primera referencia a esta clase de incidentes, cuando el abad alemán R. de Prüm se refiere a una creencia popular, según la cual una diosa pagana se dedica a seducir a ciertas mujeres para que la sigan en procesión durante la noche.

Casi un siglo después, en 1091, el historiador Orderico Vital alude en una de sus obras a un sacerdote francés que decía haber observado una noche, en medio del monte, a un ejército de hombres y mujeres comandado por el Diablo. El sacerdote se acercó, reconociendo a algunos de ellos, pues habían fallecido recientemente. Éstos incluso transmitieron al cura algunos mensajes para sus familiares. En el siglo XIII se extiende la concepción del purgatorio, por tanto la procesión demoníaca se convierte en el deambular de las almas de los muertos que deben pasar un tiempo en el purgatorio, pero antes vagan durante cierto periodo por la zona en la que vivieron. Por eso, en ocasiones los ven familiares y vecinos. Ahora bien, si sólo es una creencia, ¿por qué la Santa Compaña se aparece incluso ante ateos y agnósticos? Esta pregunta se la han planteado un buen puñado de antropólogos, quienes después de escuchar cientos de testimonios, llegaron a la inquietante conclusión de que debe existir alguna clase de fenómeno real, que trasciende el mero campo de la tradición.

De todos modos, lo que me llama poderosamente la atención es el aterrador aspecto de los miembros de la “comitiva de muertos” en la casi totalidad de los casos: ataviados con una especie de sotanas y rostros ocultos por unos capuchones de grandes dimensiones. Una apariencia que, sin duda, nos remite a nuestros miedos más íntimos e irracionales, más propios de la niñez que de la edad adulta. ¿Acaso, me pregunto negro sobre blanco, alguna clase de inteligencia emplea nuestros temores más profundos para mostrarse ante nosotros con intenciones que de momento se nos escapan? Lo más sencillo sería catalogar estos relatos como meras alucinaciones, pero la gran cantidad de testimonios y las características comunes de todos ellos indican, desde mi humilde punto de vista, que nos enfrentamos a hechos reales, cuyo origen, por el momento, desconocemos por completo.

“No tenía pies, eran pezuñas”

Una luminosa mañana de sábado partí de la capital de España hacia tierras extremeñas, junto a mis amigos Fran Contreras y Juan Miguel Marsella. Pretendíamos recuperar una serie de casos acaecidos décadas atrás en la localidad hurdana de Garganta la Olla. Todos ellos relacionados, de una u otra forma, con apariciones de seres tapados por negras túnicas, cuyas capacidades o detalles físicos los hacían más próximos al mundo del más allá que al del más acá. Mientras contemplábamos la bella población de Garganta; como su nombre indica, enclavada en una especie de olla natural, comentábamos entre risas el contrasentido que supone perseguir a los “enlutados”, como son conocidas dichas apariciones por aquellas tierras, cuando los habitantes del lugar pretenden evitarlas a toda costa. Como solemos hacer en estos casos, comenzamos a preguntar a cuanto vecino nos cruzábamos y, por supuesto, en bares y tabernas. No tardamos en dar con Julián, quien había conocido al protagonista de uno de los incidentes de esta clase más interesantes. Nuestro informante nos contó que José Pancho, fallecido en 1962 a los 72 años de edad, nunca volvió a ser el mismo después de ver “aquel espanto”.

Garganta de la Olla

Garganta de la Olla

Sucedió una noche invernal, entre 1946 y 1948, en la finca “La Casilla”, no muy lejos de Garganta la Olla. El bueno de Pancho se encontraba en el interior de una caseta, calentándose en el fuego, cuando escuchó unas voces de mujeres procedentes del exterior que decían: “¡Qué frío! ¡Qué frío!” Apiadándose de aquellas pobres cristianas, abrió la puerta y se topó con una especie de monja, pero con un enorme capuchón cubriéndole el rostro. Sin más, la invitó a sentarse a la lumbre. La misteriosa monja no decía nada y José tampoco abrió la boca. Entonces, el resplandor de los leños hizo posible que le viera los pies. ¡Eran pezuñas! Sólo acertó a gritar: “¡Jesús!”, y “el espanto” salió de la choza a toda velocidad.

Kika "La Rojilla"Horas después, tras preguntar y preguntar, localizamos a Kika “la rojilla”, hija de Teodosio Gómez, más conocido por el sobrenombre de “el rojillo”. En el salón de su casa, la simpática Kika comenzó a relatarnos los innumerables avatares que tuvo que superar a lo largo de su esforzada vida, sobre todo en la época de la posguerra, en los años posteriores al final de la Guerra Civil española (1936-1939). Precisamente durante la contienda, una noche de 1938, cuando nuestra informadora era una niña, Teodosio montó en su mula y se dirigió al monte a coger castañas por el camino de Las Tortiñosas. Al poco, divisó frente a él, como surgida de la nada, a una figura de aspecto femenino, muy alta y vestida totalmente de negro, pero cuyos ropajes emitían un intenso brillo. Estaba a unos cuatro o cinco metros de su posición, y lo que más le sorprendió es que siempre mantenía la misma distancia. “Si mi padre espoleaba a la bestia, la aparición apuraba el paso, y si paraba, ‘aquello’ hacía lo mismo -relataba Kika ante nuestras grabadoras-. ¿Cómo podía ir tan rápido por aquellos caminos tan difíciles, llenos de piedras? Mi padre nunca se lo explicó”.

Nunca le vio la cara porque la misteriosa mujer jamás se volteó, siempre caminaba de espaldas. Como aquella situación se tornaba cada vez más extraña, el miedo empezó a apoderarse de Teodosio, quien a nada temía, eso sí, siempre que fuese de este mundo. Al llegar a una fuente, paró para que la mula se refrescase, y “el espanto” hizo lo propio, esperando a que el padre de Kika reemprendiese la marcha. Entonces, el hombre, casi dándose por vencido, dejó su suerte en manos del Altísimo. “Dijo: ‘Que sea lo que el Señor quiera, que la Virgen me acompañe’, y en ese momento la aparición se esfumó delante de sus ojos”, contaba “la rojilla”. Kika recuerda que el hombre llegó a casa pálido, y nunca jamás, durante el resto de su vida, volvió al monte de noche.

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“Se desmaterializó frente a nosotros”

El 1 de noviembre de 2002, precisamente en el Día de Todos los Santos, el conocido escritor andaluz Alejandro López Andrada, su hija Rocío y una amiga de ésta, tuvieron la oportunidad de contemplar a una entidad de aspecto fantasmal que levitaba sobre el suelo cubierta por lo que parecía una sotana. Nacido en 1957 en Villanueva del Duque (Córdoba), localidad de la que fue nombrado Hijo Predilecto, Alejandro es autor de numerosas novelas y obras poéticas. Además, posee docenas de premios literarios, como el Premio Hispanoamericano de Poesía “Rafael Alberti”, y en la actualidad es miembro de la Real Academia de Letras de Córdoba. Por supuesto, ni el escritor ni las otras dos testigos son personas supersticiosas o dadas a cuestiones esotéricas o religiosas. Más bien al contrario: incrédulos en todo lo que respecta a esta clase de temas.

Pero vayamos a los hechos. Una tarde de verano me cité con Alejandro López y su hija Rocío que, como tantos cientos de miles de personas, trabaja en Madrid aunque no nació en la capital de España. Su padre se encontraba de paso por la ciudad, promocionando una nueva novela, así que, como se suele decir, la oportunidad la pintaban calva. Me puso sobre aviso del caso mi buen amigo Diego Cortijo, experimentado aventurero y explorador, a pesar de su insultante juventud, con quien compartí inolvidables viajes a Isla de Pascua y al desierto argelino de Tassili. Por motivos laborales, Diego conoció a Rocío, quien le acabó contando a mi amigo su extraña experiencia. A éste le faltó tiempo para llamarme por teléfono.

De modo que Diego, Alejandro, Rocío y quien escribe quedamos en vernos en el famoso Café Gijón, conocido por constituir la sede en la que tenían lugar animadas tertulias literarias, en las que participaban escritores y poetas de primera categoría. Aunque esta tradición lamentablemente ya ha caído en desuso, todavía se puede ver en las mesas de la concurrida cafetería a importantes personajes del mundo de las letras.

Tras saludarnos e intercambiar algunos comentarios sobre el mundillo editorial español, Alejandro comenzó con su relato: “Ocurrió a eso de las 6:15, vamos, a primerísima hora de la mañana. Conducía hacia la localidad cordobesa de Alcaracejos, acompañado por mi hija y una chica irlandesa que estaba pasando unos días con nosotros, a las que debía dejar en esa población, donde iban a tomar un autobús para ir a una excursión a Mérida con otros chavales del Instituto de Pozoblanco. Recuerdo que hice el stop para tomar la carretera principal, y fue entonces cuando vi a mi izquierda una silueta oscura, bastante grande y ataviada con una sotana y un capuchón que le cubría el rostro. Parecía una especie de monje. Me sorprendió, pero no dije nada y continué la marcha. Enseguida, Rocío me preguntó: ‘Papá, ¿tú ves lo mismo que yo?’. Claro, le respondí que sí”.

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El extraño ser avanzaba hacia el coche por el mismo centro de la carretera, aunque lo más sorprendente, aseguraba Rocío, “es que no tocaba el suelo, avanzaba levitando a unos 25 centímetros del asfalto, y la sotana se le movía como si tuviera un ventilador debajo, aunque no hacía nada de viento esa mañana”. El escritor cordobés paró el coche, esperando a que el “espectro ensotanado” se acercara, para contemplarlo más de cerca. “Estuvimos así varios minutos -continuó éste relatando-, pero al final decidí continuar el trayecto, aunque muy lentamente. ¡Y no te lo vas a creer! Al pasar justo a su lado, se desvaneció en el aire. Como te lo cuento. Desapareció en un visto y no visto frente a nuestros ojos. Increíble”…

Miguel Pedrero

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