Published On: Lun, jul 7th, 2014

LA ATLANTIDA COMO MITO AL SERVICIO DE LA CORONA ESPAÑOLA

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Publicado en EOC nº 76

AtántidaEl descubrimiento de América causó una honda sorpresa. Sus habitantes, tierras y riquezas no encajaban en la visión del mundo establecida. Para intentar dar sentido a aquella desconcertante presencia y apoderarse de ella frente a otros rivales europeos, los cronistas españoles y la monarquía peninsular echaron mano de la Atlántida citada por Platón. Fue así como este mítico continente salió del olvido medieval para transformarse en una ideología política al servicio del rey.

De entre todos los mitos de la Grecia Clásica, el único que goza de buena salud en nuestros días es el referido a la Atlántida. Tal vez sea así porque la historia de este continente perdido lleva siglos navegando entre las turbulentas aguas de la realidad y la ficción.

La primera vez que tuvimos conocimiento de este enclave legendario fue gracias al genio narrativo de Platón allá por el siglo IV a. C. El ilustre filósofo ateniense recogió en dos diálogos –Critias y Timeo- una historia excepcional que, sin embargo, ignoraban sus contemporáneos: Delante de las columnas de Hércules existió, hacía 9000 años, una isla más grande que Libia y Asia juntas. Allí se desarrolló una poderosa civilización que conquistó buena parte de Europa y el Norte de África, a cuyo empuje imparable solo Atenas puso freno. Después, en apenas un día y una noche, un súbito y fatal cataclismo acabó hundiendo la inmensa isla con todos sus habitantes dentro.

La Atlántida pasó a convertirse en un recuerdo. Exclusivamente parecieron haber tomado buena nota de ella los sacerdotes egipcios. Y así permaneció, desdeñada entre papiros y templos, hasta que de ellos la rescató el legislador heleno Solón cuando visitaba la ciudad de Sais en el delta del Nilo. Solón mismo trasladó el relato a oídos del abuelo de Critias, para acabar siendo citado por éste último como un suceso verdadero en los textos de Platón.

Esta cadena de transmisión podría resultar válida si no fuera porque no hay manera de contrastarla por otras vías. Las peripecias de la Atlántida comienzan y terminan en Platón. Antes de él, nadie habló nunca de esa civilización tan floreciente y los demás autores del Mundo Antiguo continuaron haciendo de los diálogos platónicos la única fuente de referencia sobre el asunto.

Ya fuera pura fábula con moraleja o leyenda con algunos visos de realidad, lo cierto es que la Atlántida, una vez superada la época del Imperio Romano, cayó en el más completo de los olvidos. Ni entre los eruditos eclesiásticos o laicos ni entre las clases populares, mereció casi atención durante la Edad Media. No hay rastro de ella en las historias universales de los reinos cristianos, a pesar de que solían retrotraerse hasta los orígenes bíblicos y grecorromanos. Tampoco en los cantares y demás composiciones literarias del período medieval aunque, igualmente, acostumbraban a incluir en sus narraciones toda clase de países imaginarios o lejanos.

¿Cómo explicar, por tanto, que en pleno siglo XXI, la Atlántida sea un término familiar para cualquiera a quien le preguntemos? Parte de la respuesta procede del hecho de que este continente perdido “emergió” al finalizar el Medievo. Y lo hizo por un doble motivo: el descubrimiento de América y el afán de la Corona española por apoderarse legítimamente de todas aquellas tierras en ultramar.

Determinados historiadores y cronistas, afines al poder regio peninsular, revitalizaron el mito platónico a partir del siglo XVI. Quisieron así afianzar los derechos de la Monarquía Hispana sobre los territorios americanos frente al hostigamiento de otros rivales europeos. Para ello, elaboraron un pasado espléndido y a mayor gloria de los reyes españoles. Un traje histórico hilvanado a medida, en cuyos orígenes, la Atlántida sería pieza fundamental. Gracias a este elegante ejercicio de ingeniería y falsificación historiográfica, aquella descomunal isla que antaño protagonizara una epopeya filosófica, acabó convertida en una renovada arma política al servicio de su majestad.

La Tierra antes del descubrimiento de América

Para entender el uso ideológico que se hizo de la Atlántida en los siglos XVI y XVII, debemos detenernos un instante antes y contemplar, con ojos medievales, la faz de la Tierra conocida hasta entonces.

Mientras la Europa cristiana ignoró la existencia de América, el mundo aparentaba ser un lugar simple, perfecto y en armonía con las enseñanzas divinas. Lo reflejaban así algunos mapamundis como el incluido en los comentarios al Apocalipsis redactados por el monje cántabro Beato de Liébana. En estos manuscritos, de enorme éxito durante toda la Edad Media, el orbe terrestre era representado bajo la forma de una letra T en el interior de una O. Es decir, situaban el mar Mediterráneo como un eje vertical en el centro de la ilustración y hacían de los ríos Nilo, Don y del Mar Negro un eje horizontal superior. A su alrededor, se distribuían los tres continentes conocidos – Europa, África y Asia-  y todo este conjunto de tierras quedaba inscrito, además, dentro de un círculo de aguas oceánicas e islas tras las cuales no había más territorio para el ser humano.

Aquella imagen, obviamente, no ofrecía una representación realista de la geografía terrestre. Tampoco lo pretendía. El objetivo perseguido era otro: mostrar cómo la Tierra era un recinto sagrado en íntima conexión con la Biblia.  En el centro del mapa estaba Jerusalén, ciudad santa por antonomasia. Mientras que la forma de letra T, bajo la cual se distribuían mares, ríos y continentes, recordaba al martirio de Jesús en la cruz. Todo el espacio físico terrestre parecía haber sido concebido para reflejar el evangelio de Dios. Asimismo, dicha topografía era un magnífico resumen del pasado humano, eso sí, entendido desde una óptica cristiana y clásica. Figuraban Roma, Bizancio, Toledo, la torre de Babel, el faro de Alejandría, Troya, el jardín del Edén, las principales ciudades donde predicaron los apóstoles… Pudiera sorprendernos la alusión a enclaves y acontecimientos paganos, pero, en verdad, no provocaban rechazo ni eran despreciados. Al contrario, la Iglesia reivindicaba el legado clásico porque lo entendía un precursor necesario de la llegada de Cristo. De este modo, la trayectoria del Hombre había sido siempre una y, progresivamente, más fecunda hasta el triunfo de Jesús.

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Pero aquella combinación de geografía, historia y religión incorporaba un importante añadido más. Los mapas reseñaban cómo, tras el Diluvio Universal, los tres hijos de Noé, Sem, Cam y Jafet marcharon cada uno, respectivamente, a Asia, África y Europa. Por esta vía, quedaba explicada la repoblación completa del planeta tras el castigo divino. Además, se justificaba la esclavitud de la raza negra porque pertenecían a la genealogía funesta de Cam, quien se burló de su padre al verle borracho y fue maldecido por ello.

Para el caso hispano se hacía alguna precisión adicional. El arzobispo de Toledo e historiador del siglo XIII, Rodrigo Jiménez de Rada, estableció que el quinto hijo de Jafet, llamado Tubal, había sido el responsable de ocupar la Península Ibérica con su estirpe. De Rada tomó el dato de las Antigüedades Judías, escritas por Flavio Josefo en el siglo I. Según la creencia de los rabinos judíos, Tubal había sido un notable herrero, creador del arte de la forja y descubridor de los intervalos musicales al emplear martillos de diferentes tamaños en la fragua.

Gracias a Tubal, no solo el misterio del poblamiento de Hispania había sido resuelto, sino que, para un cristiano, os orígenes de cualquier nación no podían ir más allá del Diluvio.  Toda la humanidad conocida mantenía un parentesco común con la familia de Noé.

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Pero, de pronto, el 12 de Octubre de 1492, Colón puso el pie en una tierra nueva, repleta de seres humanos con los que nadie contaba. Un continente y unas gentes extrañas que, sin quererlo, tambalearon la idílica visión del planeta en vigor. La geografía divulgada por los Beatos saltó en mil pedazos y la onda expansiva amenazó con arrastrar también la interpretación eclesiástica del orbe terrestre dominante hasta esa fecha.

Ante tal riesgo de ruina ideológica, inmediatamente, se sucedieron los intentos por salvaguardar la manera tradicional de ver las cosas. Resultaba urgente hacer encajar dentro de los viejos parámetros bíblicos y grecorromanos, aquella inesperada e incómoda realidad flotante de casi 43 millones de kilómetros cuadrados hallada al otro lado del océano Atlántico.

Cuando América reflotó la Atlántida.

Para afrontar tan perturbadora situación, muchos se apresuraron a buscar indicios de América en las fuentes antiguas. Sospechaban que ya habría sido mencionada, quizá bajo otro nombre, en la Biblia, en los mitos clásicos o dentro de los diarios de intrépidos viajeros. Siguiendo esta pista, hubo autores que apostaron a que el nuevo continente fuera Ofir y Tarsis, los lugares de dónde Salomón trajo oro y madera para decorar su templo en Jerusalén. Otros preferían el mismísimo Jardín del Edén, puesto que el Orinoco parecía ser uno de los cuatro ríos del Paraíso y se identificaron allí pájaros que imitaban el habla de los hombres, facultad de la cual disfrutaron al completo todos los animales antes del pecado original. También, algunos especularon con la sietes ciudades de Cíbola, legendario refugio que habrían fundado ciertos obispos visigodos huidos para mantener la esencia del cristianismo tras la invasión musulmana. Otras candidatas a ser el nuevo continente resultaron las Islas Macho y Hembra descritas por Marco Polo; la isla del santo anglo-normando Brandán o Borondón; el Jardín de las Hespérides, escenario de una de las pruebas de Hércules; o Crise y Argire, otro par de ricas islas descritas por Plinio o Estrabón.

Por su parte, en 1527, el fraile dominico Bartolomé de las Casas aceptó que la Atlántida era un relato auténtico y podía estar relacionado con América. Se escudaba en la autoridad del polígrafo italiano Marcilio Ficino y, al respecto, afirmaba no ser una fábula sino historia verdadera, y pruébalo por sentencia de muchos estudiosos de las obras de Platón, y todos ellos fundándose en palabras platónicas. Bartolomé de las Casas consideraba, además, que las Canarias podían ser un vestigio atlante y que, incluso, Colón pudo animarse a partir en su busca tras leer los diálogos platónicos.

Otro eclesiástico, Francisco López de Gómara, siguió la estela del dominico y dio una vuelta de tuerca más al asunto. En su Historia general de las Indias y conquista de México de 1552, indicó que las tierras americanas se adaptaban perfectamente al Critias y Timeo. Advirtió como “agua” se decía en México “atl”, en clara reminiscencia atlante. Así pues, todo apuntaba a que las Indias son la ysla y tierra firme de Platon.

Sin embargo, Agustín de Zárate, cronista del Perú, rompió el consenso anterior en 1555. Para él, América no era un resto de la Atlántida, sino que ambas constituían tierras independientes. En el Atlántico había espacio de sobra para las dos y Agustín estaba convencido de que el propio nombre de ese océano evocaba a la civilización sumergida. No obstante, había un delicado problema de fechas. El mundo, según el cómputo extraído de la Biblia, tenía una antigüedad que oscilaba entre 4.697 y 6.984 años, dependiendo de los autores consultados. Muy lejos de los 9.000 años en que Platón situaba la Atlántida. De Zárate sorteó el escollo afirmando que el ateniense había empleado años lunares en lugar de solares, explicación que, obviamente, protegía y garantizaba la fiabilidad de las Sagradas Escrituras.

El falsario Annio de Viterbo y la posesión de América

En estos debates estaban enzarzados los cronistas españoles, cuando las demás potencias europeas movieron ficha para dominar América. A las acciones de colonización en tierra, les acompañaron determinadas maniobras ideológicas. Resultaba fundamental demostrar quién había sido el primero en llegar, porque así legitimaría mejor su derecho de conquista y propiedad.

Desde Francia, el estudioso Guillaume Postel aseguraba que los primitivos galos navegaron hasta la nueva tierra, pero al verla demasiado salvaje la abandonaron. Inglaterra, por su parte, enarboló la figura del príncipe galés Madoc al que atribuían hasta tres viajes a América en el siglo XII. Supuestamente, habría conseguido levantar fortificaciones en la costa este de Norteamérica. Nadie dudaba que, a finales del siglo XV, la corona española era una gran potencia de hecho, pero huérfana de un pasado brillante. Necesitaba demostrar su hegemonía no solo por la magnitud de sus ejércitos y posesiones, sino exhibiendo también una superioridad histórica y providencial. Unas raíces tan hondas, robustas y nobles que hicieran palidecer a cualquier otra monarquía rival. Y el encargado de implantarlas y regarlas fue Annio de Viterbo.AtlantisTheMyth

Annio fue un dominico, residente en la corte papal de Alejandro Borgia y agregado al embajador de Castilla. Tuvo un enorme prestigio como polígrafo, arqueólogo y erudito histórico. Fama que el paso de los siglos demostró absolutamente engañosa porque Annio ha sido uno de los más consumados falsificadores de documentos y textos historiográficos que hayamos conocido. No tuvo ningún escrúpulo en adulterar e inventar cuanto hiciera falta si eso servía a sus propios fines o a los de sus señores y, entre estos últimos, estaba Fernando I de Aragón.

En 1498, este dominico dedicó a los Reyes Católicos una recopilación de tratados antiguos atribuidos a trece autores. Afirmaba haberlos hallado en sepulcros perdidos del sur peninsular, pero, en verdad, de los doces textos, solo uno era auténtico. El resto absolutamente manipulados por Annio. Sin embargo, dada su gran reputación en la época, todos fueron

aceptados sin el menor reparo. De esta obra se deducía que en Hispania había habido veinticuatro reyes primitivos, siendo Tubal el primero. Él enseñó las letras, la poesía y la moral a sus contemporáneos 600 años antes de la existencia de Troya. De este modo, Annio tejía una historia común para Castilla y Aragón, donde Tubal figuraba ya no como mero poblador, sino como el fundador de la monarquía hispana de la cual Fernando e Isabel serían sus herederos. Un linaje sagrado al estar emparentado con los nietos de Noé y solemne por ser anterior a la fundación de Roma. Resumía el dominico la situación subrayando cómo los godos posteriores no alteraron el venerable origen del pueblo de España. Este es, pues, excelsos reyes Fernando e Isabel, cristianísimos príncipes, vuestro verdadero origen, tan grande como inalterado.

El futuro había sido plantado en el pasado. Annio acreditaba que el reino de España no tenía parangón en Europa, ni por su antigüedad, ni por su nobleza de origen ni por su poder territorial. Pero aún quedaba dar el golpe definitivo.

Y Tubal descubrió la Atlántida

El famoso cosmógrafo, navegante y cronista Pedro Sarmiento de Gamboa dedicó un considerable espacio a la Atlántida en su Historia Indica de 1572. Le causaba una gran curiosidad el poblamiento de América y estimó que sus habitantes pudieron ser una de las tribus perdidas de Israel; miembros de la tripulación de Ulises tras abandonar Troya o descendientes del rey hispano Tubal. En este último caso, el más antiguo, Pedro Sarmiento estaba convencido de que el continente atlante y el americano fueron en el pasado uno solo, del que formaban parte las islas Canarias. Tras el terremoto glosado por Platón, algunas partes se sumergieron y otras permanecieron a flote, pero antes de ocurrir dicho cataclismo los descendientes de Tubal tomaron posesión de aquella tierra. La Atlántida tenía sus costas tan próximas al puerto de Santa María en Cádiz que con una simple tabla atravesaban como por puente de un lado al otro. Por lo tanto, los indígenas de ultramar serían, en buena proporción, remotos oriundos de la Península.

En 1681, Diego Andrés de la Rocha profundizó en la cuestión. Este oidor de la Audiencia de Lima escribió un Tratado único y singular del origen de los indios occidentales del Perú. Observaba unas enormes coincidencias entre las costumbres de los autóctonos americanos y las de los primitivos hispanos. Ambas comunidades estaban compuestas por fieros combatientes y empleaban espadas cortas; usaban el trueque en lugar del dinero; gustaban de llevar el pelo largo; no conocían el trigo; aguantaban la tortura sin revelar secretos; carecían de crónicas escritas; preferían matar a sus hijos antes de verlos cautivos; dormían y se sentaban en el suelo; celebraban idolatrías, sacrificaban a otros seres humanos y practicaban la poligamia. En el ámbito lingüistico, de la Rocha encontraba una evidente similitud entre el quechua y el euskera hablado por los antiguos y nobles vascones, cántabros y vizcaínos, que en su opinión, conservaban el idioma más viejo de España, una versión corrompida del utilizado por Tubal. Confirmaba esta impresión al observar cómo los vascos aprendían con más rapidez que ningún otro pueblo la lengua de los indios.

¿Cómo explicar este cúmulo de semejanzas a tantos miles de kilómetros de distancia a uno y otro extremo del océano? Opinaba de la Rocha, siguiendo las consideraciones de Pedro Sarmiento de Gamboa, que las Indias Occidentales se comenzaron a poblar en tiempos de Tubal, gracias al paso de habitantes hispanos por la mítica Atlántida. En consecuencia, los indios eran occidentales de la genealogía de Jafet y posteriores al diluvio.

Las consecuencias políticasatlan

Las conclusiones de Diego Andrés de la Rocha pretendían disolver, de un plumazo, numerosos problemas. Si los habitantes de las Indias Occidentales eran antiguos hispanos y descendientes de los atlantes, su enigmática procedencia resultaba por fin explicada. En segundo lugar, la Corona española estaba perfectamente legitimada para llevar la palabra de Dios a estos aborígenes. Podía educarlos, evangelizarlos y convertirlos porque, al fin y al cabo, eran unos súbditos ancestrales ligados a un antepasado común: el rey Tubal. América encajaba así dentro de la cosmovisión religiosa Occidental. No era ningún cuerpo extraño, ni un mundo paralelo ni sus habitantes procedían de otro Génesis bíblico. Indígenas y europeos compartían idéntica estirpe y estaban sometidos al mismo orden espiritual.

Aún había otra consecuencia política de enorme importancia. La Atlántida justificaba el señorío de América por la Corona española. En cierta forma, el descubrimiento de Colón no hacía más que recuperar lo que por derecho inmemorial pertenecía a la monarquía peninsular y a su linaje regio a partir de Tubal. Se trataba, en el fondo, de desempolvar una vieja propiedad, olvidada por las circunstancias, pero innegable como herencia histórica. Un patrimonio territorial que, tras milenios de inadvertencia, regresaba, por fin, a su legítimo dueño.

La filigrana historiográfica realizada por los cronistas en el siglo XVI y XVII fue tan sofisticada y acorde a los intereses españoles en ultramar que el mismo de la Rocha no pudo disimular lo evidente. Casi al final de su libro, revela cual había sido su verdadera intención al escribirlo: hacer del Nuevo Mundo una prolongación natural del reino que lo descubrió, sometidos uno y otro a la misma Iglesia y monarquía. Todo formaba parte de un común plan divino según el cual Dios ordenó que estas islas fuesen restituidas por Colón a la Corona de España. La palabra “restitución” indicaba que no estábamos ante un descubrimiento, sino ante la enmienda de una injusticia histórica que, por fin, había sido rectificada. La fe católica y sincera de sus reyes había provocado aquel milagro de una nueva Tierra Prometida: al monarca Fernando I premió Dios, según discurro, con nuevos y dilatados mundos por el ardiente celo con que limpió las Españas, echando de ellas los judíos, libertándolas de los moros y entablando el tribunal del Santo Oficio contra la herética probidad y apostasía con que se conservan nuestros reinos limpios en la fe, y por restituirle Dios las Indias (…), y que también tuvo título de rey de Jerusalén, para que, concurriendo todo junto, y el consorcio de aquella singular reina D.ª Isabel, de cuya virtud están llenas las historias, se facilitase más la reversión de estas Indias.

Por este sinuoso camino de las crónicas americanas, la religión y la geopolítica española de principios de la Edad Moderna, la Atlántida abandonó su secular reposo en las profundidades de la historia para cobrar renovada vida. Desde entonces, mantiene el pulso de la especulación y el debate más encendido, atrayendo las miradas de académicos y aficionados a la arqueología. Unos la buscan entre yacimientos sumergidos, islotes y culturas de medio mundo. Otros solo la encuentran en la mente de Platón. Mientras, su legado mítico continúa insumergible.

Juan José Sánchez-Oro

Puedes descargarte gratis EOC nº 76 en: http://elojocritico.info/wp-content/uploads/2014/07/EOC-76.pdf

 

¿EXISTIÓ REALMENTE LA ATLANTIDA?

Para muchos investigadores, la Atlántida es un episodio absolutamente inventado por Platón. Una ficción literaria que el atenienase incluyó en el Critias y el Timeo para ilustrar mejor y más didácticamente a sus conciudadanos acerca de la ambición desmedida de los pueblos, los costes de la guerra y cómo, todo ello, terminaba llevando irremediablemente a la corrupción y a la ira divina. Para ello, pudo tomar como referencia disimulada el conflicto entre los siracusanos y cartaginenses.

Probablemente, los diálogos platónicos conformaron una trilogía incompleta. El tercer volumen, nunca escrito por Platón, se habría llamado Hermócrates, aludiría al tercer comensal presente en aquel  banquete  junto a  Sócrates y completaría  la historia narrando filosóficamente el pasado de Atenas hasta los tiempos de Platón.

En cambio, otros estudiosos consideran que, en la alusión platónica a un continente perdido, hubo un cierto trasfondo de verdad. Quizás, no al cien por cien, pero sí, cuando menos, una velada mención a algún acontecimiento dramático del pasado humano del que tuvo noticia Platón y que utilizó como inspiración para su obra. Sobran las candidaturas para tal fin, desde la isla del Egeo Santorini, hundida tras la erupción de su volcán, hasta la más reciente hipótesis de una urbe protohistórica, radicada en torno a la desembocadura del Guadalquivir.

 

Bibliografía:

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  • Ronald H. Fritze, Conocimiento inventado. Falacias históricas, Ciencia amañada y pseudoreligiones, Turner, 2010
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  • Julio Caro Baroja, Las falsificaciones de la Historia (en Relación con la de España), Barcelona: Editorial Seix Barral, 1992.
  • José Antonio Caballero López “El mito en las historias de la España primitiva”, Excerpta Philologica 7-8 (1997-1998) pp. 83-100

-“Mito e historia en la Crónica General de España de Florián de Ocampo”, Memoria de la palabra : Actas del VI Congreso de la Asociación Internacional Siglo de Oro, Burgos-La Rioja 15-19 de julio        2002 / coord. por Francisco Domínguez Matito, María Luisa Lobato, Vol. 1, 2004, pp. 397-406

  • Valentina Ariza Moreno “En torno a la cartografía medieval”, Forma: revista d’estudis comparatius: art, literatura, pensament,  Nº. 0 (2009) pp. 25-37
  • Antonello  Gerbi, La Naturaleza de las Indias nuevas, Mexico: FCE, 1978.

 

 

 

 

 

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