Published On: Lun, jul 11th, 2016

BARÓN D’HOLBACH, EL FILÓSOFO “RADICAL”

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Holbach3“El Siglo de las Luces no es sino la época en la que la luz de la razón ha disipado las sombras de la superstición, del error, de la ignorancia, y ha construido en su lugar un modo de pensar alternativo que llamamos ‘pensamiento ilustrado’, afirma el filósofo Eduardo Bello. Y alguien que supo alumbrar en aquel tiempo con la luz de la razón fue el barón D’Holbach, uno de los filósofos más destacados de la Ilustración, aunque quizá menos conocido que sus colegas deístas. Su radicalismo anticlerical, su defensa a ultranza del materialismo ateo y su propuesta de una ética eudemonista suponen una victoria absoluta contra el paradigma del Antiguo Régimen.013

La Ilustración o ‘Edad de la razón’, que podemos situarla a lo largo del siglo XVIII, trajo consigo una revolución del pensamiento y de las ideas fundamentada en los nuevos conocimientos científicos y filosóficos que vinieron a cuestionar, sobre todo, la antigua forma de interpretar el mundo. La religión tradicional, con su trasnochada visión medieval sustentada en la idea de que la fuente última de la verdad era la revelación divina expuesta en la Biblia y transmitida por la Iglesia, se vio seriamente afectada por las desafiantes corrientes intelectuales y laicistas que se propagaron por toda Europa. “La idea de que, hasta ese momento, el mundo había vivido en una oscuridad variable, y que había llegado el momento de despertar de una especie de estupor intelectual, refleja claramente el optimismo y la arrogancia que caracterizaron el período. Pero fue en esta época, más que en ninguna otra, cuando empezó a gestarse el mundo moderno en el que vivimos”, sostiene el filósofo británico Jonathan Hill. Los postulados de santo Tomás de Aquino y los filósofos escolásticos, que trataron de aunar fe y razón a través de la teología de san Agustín y la ciencia de Aristóteles, quedarían eclipsados por las nuevas ideas surgidas a partir del Renacimiento. Insignes pensadores y científicos como Bacon, Kepler, Descartes, Copérnico, Galileo, Spinoza y Newton influyeron notablemente en el cambio de paradigma que provocó una inevitable quiebra del viejo modelo y una eclosión cultural sin parangón. La ciencia experimental, sobre todo a través de la observación astronómica, puso en entredicho las teorías aristotélicas y, por ende, el sistema tolemaico (Tolomeo sostenía que la Tierra era el centro del universo y que todos los demás cuerpos celestes giraban a su alrededor en órbitas circulares).

015Así pues, con este radiante horizonte, a pesar de que los nubarrones no se disiparon del todo (el autoritarismo dogmático y la tiranía de la Iglesia siguieron vigentes y haciendo de las suyas), surgió una nueva era de esplendor, que alzó como bandera el célebre lema de Kant: “Sapere aude!”, es decir, “¡Atrévete a saber”, “¡Atrévete a servirte de tu propio entendimiento!”… Era, pues, conveniente confiar plenamente en la razón y emanciparse de los prejuicios teológicos y metafísicos. El hombre tenía por fin que tomar las riendas de su propio destino, que siempre había estado en manos de ficticios dioses y de la casta sacerdotal. O sea, había que sustituir cualquier idea de trascendencia por una concepción inmanentista del mundo y reemplazar el Estado absolutista del Antiguo Régimen por un Estado liberal y laico. “Contra las tinieblas religiosas, el oscurantismo teológico, la noche católica, apostólica y romana que dominaba Europa desde el golpe de Estado de Constantino, un puñado de pensadores a contracorriente del pensamiento mágico y místico, en las antípodas de las ficciones, las fábulas y otros recursos mitológicos, aporta antorchas, candelabros, lámparas y linternas para terminar superando la pequeña y endeble claridad de la vela”, afirma el filósofo francés Michel Onfray.   29069034

El personaje del que vamos a ocuparnos, Paul-Henri Thiry, más conocido como el barón D’Holbach, llegó mucho más lejos que sus colegas filósofos en cuanto a la consolidación del ateísmo y del materialismo filosófico. Pese a que el establishment filosófico no le ha dado un merecido reconocimiento (la corriente idealista es la que prevalece), no puede olvidarse que sus obras, sobre todo Sistema de la naturaleza, se convirtieron en las más influyentes del movimiento ilustrado europeo. Su lucha contra el fideísmo, la superstición y el oscurantismo religioso fue implacable. “Muchos hombres inmorales atacan la religión porque iba contra sus inclinaciones. Muchos hombres sabios la despreciaron porque la consideraron ridícula, pero como ciudadano, la ataco porque me parece dañina para el bienestar del Estado, hostil frente a la marcha de la mente humana, y opuesta a la moralidad más sana”, escribió en El cristianismo al descubierto. Así de contundente solía expresarse. Ni Voltaire, ni Diderot, ni siquiera Hume alcanzan en sus escritos la radicalidad de su pensamiento. “D’Holbach simboliza el umbral máximo de radicalismo filosófico del que fue capaz un sector de la burguesía, en oposición completa al feudalismo”, manifiesta el historiador Pascal Charbonnat. Su visión del mundo fue estrictamente materialista y mecanicista, rechazando todo principio teológico.

020A diferencia de la mayoría de filósofos ilustrados (aunque lucharon ferozmente contra la intolerancia religiosa, consideraron el ateísmo como algo inmoral), no dejó ni un pequeño resquicio al deísmo (la creencia racional en un ser supremo que creó el universo pero que no interfiere en el orden natural e histórico). Para D’Holbach, el ateo “es un hombre que destruye quimeras dañinas para el género humano, para hacer volver a los hombres a la Naturaleza, a la experiencia y a la razón”. Y así se sentía él. Pero repasemos brevemente su biografía antes de profundizar en su materialismo ateo y en sus obras subversivas, todas prohibidas, condenadas y quemadas por los censores eclesiásticos, que se convirtieron en los máximos adversarios de los filósofos, controlando con lupa sus publicaciones, firmadas a veces bajo pseudónimo por razones obvias.

UN FILÓSOFO ENTRE LOS ARISTÓCRATAS

D’Holbach nació el 8 de diciembre de 1723 en Edesheim, en pleno Palatinado, región alemana fronteriza con Francia. Tras la muerte de su madre, cuando él tenía cinco años, queda a cargo de su tío, Franz Adam D’Holbach, un hombre de negocios que acumula una inmensa fortuna en París, adquiriendo el título de barón D’Holbach. Su sobrino hereda su patrimonio económico y su título nobiliario (ello le permitirá consagrarse totalmente a su gran vocación: la filosofía). Entre 1744 y 1748 estudia derecho en la Universidad de Leyden (Holanda), uno de los más importantes centros de enseñanza de Europa (allí también estudió Spinoza).

En aquel ambiente universitario, se impregnó de una educación científica que marcó su época estudiantil. Regresa a París en 1749, donde residirá hasta su muerte, acaecida el 21 de enero de 1789, meses antes de dar comienzo la Revolución Francesa (al igual que Diderot, sus restos descansan en una tumba anónima hallada en la iglesia de Saint-Roch, en el olvido más absoluto). En ese mismo año de 1749, contrae matrimonio con su prima Basile-Geneviève d’Aine y se van a vivir a una mansión de la parisina rue Royale Saint-Roch (el actual nº 10 de la rue des Moulins), donde convoca reuniones semanales con sus distinguidos amigos filósofos. Por algo fue apodado como el ‘maître d’hôtel de la filosofía’. Tres años antes de su boda, ya había iniciado su prolífica colaboración en la voluminosa Encyclopédie, editada por Diderot y D’Alembert (formada por 17 volúmenes con un total de 71.818 artículos en 18.000 páginas y otros 11 volúmenes más que contenían unos 1.900 fabulosos grabados). 376 artículos de su autoría vieron la luz en tan magna obra destinada a plasmar todos los saberes, técnicas y oficios conocidos de la época (con la pretensión de propagar el conocimiento universal). D’Holbach abordó temas tan diversos como filosofía, física, química, medicina, geología, mineralogía, metalurgia, etc. También la respaldó económicamente.

Fue un proyecto  titánico, ambicioso, apoyado por decenas de especialistas y que logró un gran éxito, plantando cara a la Iglesia y a sus incansables censores. Constituye, sin duda, un monumento a la libertad humana. Su publicación marcó un hito crucial en la difusión del pensamiento ilustrado. “Con la amistad y el apoyo de Diderot, y con su fortuna a disposición del proyecto, D’Holbach se constituyó en una especie de ‘gerente’ del grupo, o de ‘promotor’. Y, simultáneamente, puso su información y su pluma al servicio de la batalla de los filósofos”, explica José Manuel Bermudo, profesor de Historia de la Filosofía Moderna. Tanto fue así, que los editores escribieron en el prefacio del segundo volumen: “Tenemos una deuda especial con una persona cuya lengua materna es el alemán, un hombre muy versado en mineralogía, metalurgia y física; nos ha cedido una enorme cantidad de artículos sobre distintos temas, de los cuales incluimos un número considerable en el presente volumen”.

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Asimismo, entre 1760 y 1780, D’Holbach mantuvo una ardua labor literaria, redactando y traduciendo las más importantes obras antirreligiosas y ateístas (también panteístas y deístas) de su época. Además, sus actos filantrópicos fueron muy destacados. De hecho, declaró: “Soy rico, pero no veo en la fortuna más que un instrumento para obrar el bien con mayor prontitud y eficacia”. A su vez, enfatizó su lucha contra los prejuicios religiosos y políticos, haciendo especial hincapié en la necesidad de exterminar toda superstición, fuente de constantes temores e injusticias. El hombre inventa potencias celestiales para mitigar los miedos que nacen de la ignorancia.

Para fundamentar su materialismo ateo, D’Holbach se basó en el conocimiento científico y en una visión racional del mundo. “Su bestia negra fueron los prejuicios de toda clase, religiosos, sociales, éticos y políticos. Su ideal fue la ciencia, o, mejor dicho, la sustitución de todas las ideas acerca del universo por la visión del ‘mundo mecánico’ de Newton. Los únicos ‘dioses’ de D’Holbach fueron, junto con la Ciencia, la Naturaleza y la Razón”, señala el filósofo José Ferrater. Para D’Holbach, no hay lugar para lo trascendente. No hay un creador divino ni providencia alguna. Solo existe la Naturaleza, que es autosuficiente, con sus leyes inmutables de causas y efectos (nada se produce por azar), y los seres vivos que formamos parte de ella (sugirió que la moral debería basarse en las leyes naturales y no en falsos presupuestos sobrenaturales). Más allá del mundo sensible, de lo inmanente, no hay nada. No existen causas finales ni intencionalidad en el universo. “Reconozcamos, pues, que la materia existe por sí misma, que actúa por su propia energía y que no se aniquilará jamás. Digamos que la materia es eterna y que la Naturaleza ha estado, está y estará siempre ocupada en producir, destruir, hacer y deshacer, seguir las leyes que resultan de su existencia necesaria”, aseguró el filósofo.

EL ‘CLUB HOLBÁQUICO’003

D’Holbach fue, sin duda, el mecenas de los filósofos. Por su mansión parisina, próxima al Louvre, desfilaron los grandes intelectuales y filósofos del momento: Diderot, D’Alembert, Voltaire, Rousseau, Buffon, Helvétius, Condillac, Beccaria, Hume, etc. Los encuentros tenían lugar los jueves y domingos. Además, el elegante salón —provisto de una extraordinaria biblioteca científica— también lo frecuentaban científicos, políticos, juristas, literatos, artistas… Rousseau denominó a aquella camarilla el ‘club holbáquico’, mientras que Diderot la bautizó irónicamente como la ‘sinagoga de los filósofos’. La hospitalidad y la generosidad de D’Holbach sorprendían gratamente a los invitados, agradecidos siempre por el cordial ambiente y la exquisitez con que eran tratados por el anfitrión —un marido modelo, decían— y su complaciente esposa, que siempre estaba presta para que nada faltara en aquellas tertulias, sobre todo, exquisitos menús, ganándose así la admiración de los invitados. “Se solían reunir entre quince y veinte personas amantes de las artes y del espíritu y se servía un excelente vino y un excelente café en unas reuniones donde dominaba la simplicidad de maneras y la alegría y que empezaban a las dos de la tarde y se prolongaban hasta las ocho […] Los teístas y ateos defendían sus posiciones en casa del barón rodeados por el espíritu de la tolerancia”, afirma Agustín Izquierdo, doctor en Filosofía por la Universidad Complutense y autor del libro La filosofía contra la religión. En aquellas reuniones, los adalides de la Ilustración promovieron ideas revolucionarias y nuevas teorías científicas, poniendo en circulación varias obras clandestinas.

El conocimiento racional que desde allí se difundía arrinconaba cada vez más a la ya maltrecha especulación teológica. No hay duda de que aquel salón de la Ciudad de las Luces fue el centro neurálgico de la vida intelectual y del librepensamiento en Europa. “En ese entorno agradable, en el que todos se conocían y se sentían a gusto, los amigos de D’Holbach podían poner a prueba sus ideas, debatir sobre cuestiones filosóficas y científicas, leer y criticar nuevas obras. Diderot, uno de los más grandes conversadores del siglo, estaba en el centro de todas las discusiones para admiración y, de vez en cuando, también para honda frustración de los demás invitados—. El objetivo últimos de esos debates no era el disfrute personal, sino la influencia filosófica y política”, aclara el historiador Philipp Blom en su recomendable ensayo Gente peligrosa. El radicalismo olvidado de la lustración europea. Para dicho autor, en la Europa cristiana nunca se había conocido un debate tan abierto, tan intransigente y de tan gran alcance como las discusiones semanales en el salón de D’Holbach. “Derribaron el dogma de la Iglesia y la moral de la cristiandad. Ahora podían construir un futuro mejor sobre las ruinas del pasado”, añade.

009La muerte de Basile-Geneviève d’Aine en 1754, tras haber dado a luz y con solo veinticinco años, supuso un dolor tremendo para D’Holbach. Desconsolado, trató de olvidar, viajando durante meses por la campiña francesa. Las reuniones quedaron suspendidas. Dos años después, el barón contrae nupcias con Charlotte-Susanne d’Aine, hermanastra de la difunta. La felicidad volvió a reinar en la rue Royale Saint-Roch y las tertulias se reanudaron. Sin embargo, la enemistad que de pronto surgió entre Diderot y Rousseau —que habían sido amigos inseparables— creó cierta tensión en las reuniones. Rousseau, orgulloso, desconfiado y de difícil carácter, pensó que los demás se burlaban de él y que preferían a Diderot, más inteligente y comunicador, no en vano, era la alma máter de aquellas tertulias, amén de la popularidad de la que gozaba en toda Europa como editor de la Encyclopédie. Por culpa de esos ridículos celos y sentimientos de inferioridad, Rousseau terminó odiando a todos sus antiguos compañeros pensando que conspiraban contra él y decidió no pisar jamás el salón de D’Holbach. Su paranoia le llevó a aseverar que “cuando yo aparecía, la conversación dejaba de ser general. La gente se apiñaba formando pequeños grupos y se susurraba cosas al oído mientras yo permanecía solo y sin saber con quién hablar”. De todos modos, es evidente que Rousseau no se sentía cómodo con el ateísmo radical del anfitrión y algunos contertulios.

En el fondo, él sí creía en Dios y en una vida post mortem. “He sufrido demasiado en esta vida para no esperar otra. Todas las sutilezas de la metafísica no me harán dudar de la inmortalidad del alma ni un solo momento; lo siento, creo en ella, la quiero, la espero, y la defenderé hasta mi último aliento”, escribió en una carta dirigida a Voltaire el 18 de agosto de 1756. No solo se alejó de sus amigos físicamente, sino también ideológicamente. Fue un renegado para los filósofos radicales de la Ilustración. Al margen de este lamentable y excepcional incidente —en los cenáculos de D’Holbach siempre reinó un ambiente de respeto y concordia—, las tertulias se mantuvieron con el mismo tono transgresor y desmitificador, propugnándose una visión materialista del mundo y una ética basada en el deseo (además de reivindicar determinadas ideas que hoy consideraríamos feministas, ya que criticaban la misoginia católica y reconocían que las mujeres estaban oprimidas por el sistema y solo eran educadas para las tareas domésticas; léase, sino, el ensayo Sobre las mujeres, de Diderot).

EL CRISTIANISMO AL DESCUBIERTOudornwY

“Es completamente opuesto a mis principios. Este libro conduce a un ateísmo que detesto”, declaró Voltaire al referirse a El cristianismo al descubierto, publicado en 1761. No podía sospechar que fue escrito por su buen amigo D’Holbach, pues fue atribuida al ‘difunto señor Boulanger‘, otro pseudónimo empleado por el anfitrión de los filósofos. La obra se difundió de forma clandestina, pero tuvo una enorme repercusión. Su autor afirmó tajantemente que las religiones son nocivas para los hombres, pues no tienen la menor utilidad —destacó el carácter asocial del cristianismo— y encima fomentan la ignorancia, excluyendo la razón y la experiencia. “La fe prohíbe la duda y el examen, priva al hombre de la facultad de ejercer su razón y de la libertad de pensar […] La fe es una virtud inventada por los hombres que temían las luces de la razón, que quisieron engañar a sus semejantes para someterlos a su propia autoridad y que trataron de degradarlos con el fin de ejercer su poder sobre ellos”, sentenció.

Las reacciones no se hicieron esperar. El abate Bergier, enemigo del ideario ilustrado, escribió un libro de más de 800 páginas bajo el título Apologie de la religión chrétienne contre l’auteur du Christianisme dévoilé. Pretendió desacreditar el contenido ateísta, anticlerical y antirreligioso de El cristianismo al descubierto (que, como era de prever, fue quemado públicamente). Pero D’Holbach demostró bastante soltura en el manejo de los textos bíblicos, encontrando flagrantes contradicciones y errores que desmontan ipso facto la presunción de que la Biblia está inspirada por Dios. Fue redactada por hombres y además pésimamente. “¿Acaso los hombres no son propensos a engañarse a sí mismos y a engañar a otros? ¿Cómo saber entonces si se puede confiar en los testimonios de esos portavoces del cielo? ¿Cómo saber si no han sido víctimas de una imaginación demasiado viva o de alguna ilusión?”, se pregunta D’Holbach. Para el filósofo ateo, el Evangelio es una novela repleta de narraciones ficticias y disparatadas. Un plagio en toda regla de antiguas leyendas paganas. “No hay que extrañarse si vemos a los judíos y a los cristianos que los sucedieron imbuidos de nociones tomadas de los fenicios, magos o persas, griegos y romanos”, asegura. Y Jesús no fue más que un simple “charlatán”, un fabulador que anunció profecías que jamás se cumplieron y que dictó preceptos imposibles de cumplir. “El fanatismo y el entusiasmo son la base de la moral de Cristo —afirma—. Las virtudes que recomienda tienden a aislar a los hombres, sumirlos en un humor sombrío y convertirlos a menudo en dañinos para sus semejantes. Aquí abajo hacen falta virtudes humanas”.

002D’Holbach se extraña de la falta de conocimientos y de interés que el devoto tiene sobre su propia religión. Cree por inercia, porque es lo que le han inculcado desde su niñez por pura tradición. “El medio más seguro de engañar a los hombres y perpetuar sus prejuicios es engañarlos desde la infancia”, declara. Pero cuando llega la edad adulta, el creyente no se molesta en averiguar las razones de su fe ni se pregunta si tienen algún sentido las creencias que defiende con tanto ahínco: “La mayoría de los hombres sólo aman su religión por costumbre. Jamás han examinado seriamente las razones que les ligan a ella, los motivos de su conducta y los fundamentos de sus opiniones. Lo que les parece más importante fue siempre aquello en lo que más temieron profundizar. Siguen los caminos que sus padres les han trazado, creen porque se les ha dicho desde la niñez que se debe creer, esperan porque sus antepasados han esperado, se estremecen porque sus antecesores se han estremecido, y casi nunca se han dignado cuestionarse los motivos de su creencia”, remarca.

Respecto a la moral cristiana, D’Holbach tiene claro que no es la más aconsejable para la convivencia pacífica entre los hombres, pues considera que ha sido fuente de división, furia y crímenes. “Bajo el pretexto de traer la paz, la religión trajo sólo cólera, odio, discordia y guerra […] La religión cristiana no posee el derecho de vanagloriarse de los beneficios que procura a la moral o a la política. Arranquémosle el velo con que se cubre, remontémonos a su origen, analicemos sus principios, sigámosla en su camino y encontraremos que, fundada en la impostura, la ignorancia y la credulidad, no ha sido ni será jamás útil sino para hombres interesados en engañar al género humano; que nunca cesó de causar los peores males a las naciones y que, en lugar de la felicidad prometida, sólo sirvió para embriagarlas de furor, anegarlas en sangre, sumirlas en el delirio y el crimen y hacerles desconocer sus verdaderos intereses y sus deberes más sagrados”.

Por otra parte, según D’Holbach, los milagros o prodigios son, en unos casos, fenómenos naturales cuyos principios y modo de actuar ignoramos, y en otros, fraudes orquestados por impostores para sacar tajada económica y engañar a gente ignorante y supersticiosa. Así opina al respecto: “Los milagros han sido inventados únicamente para enseñar a los hombres cosas imposibles de creer: si se hablara con sentido común, no habría necesidad de milagros […] Los milagros no prueban nada, salvo el ingenio y la impostura de quienes pretenden engañar a los hombres para confirmar las mentiras que les han anunciado y la credulidad estúpida de aquellos a quienes estos impostores seducen […] Todo hombre que hace milagros no pretende demostrar verdades sino mentiras […] Decir que Dios hace milagros es decir que se contradice a sí mismo, que se desdice de las leyes que él mismo ha prescrito a la naturaleza y que vuelve inútil la razón humana, de la que es autor. Sólo los impostores pueden decirnos que renunciemos a la experiencia y rechacemos la razón”.

D’Holbach concluye que el cristianismo es perjudicial para los hombres, pues es causa de fanatismo, ignorancia, disensiones, persecuciones, guerras, masacres… No ha contribuido en absoluto a elevar la moral de los hombres, pues entre sus filas encontramos gente muy poco virtuosa, sobre todo entre la casta sacerdotal, tan dada al vicio y a la tiranía. “Si la religión cristiana es, como se pretende, un freno para los crímenes inconfesables de los hombres y ejerce efectos saludables sobre ciertos individuos, ¿son comparables estas ventajas tan extrañas, débiles y dudosas con los males visibles, seguros e inmensos que esta religión ha sembrado sobre la tierra?”, se pregunta.

SISTEMA DE LA NATURALEZA021

“El origen de la infelicidad del hombre es su ignorancia de la Naturaleza”, afirma D’Holbach al comienzo de su soberbia obra Sistema de la Naturaleza, publicada en 1770 (también bajo pseudónimo: M. Mirabaud). En ella desmonta con sólidos argumentos el mundo de los mitos y de las creencias religiosas y propone una ética fundamentada en las leyes naturales y en la razón, una vez emancipada de la teología. Ignorar las causas de los fenómenos naturales lleva a la gente a creer en Dios, asegura el barón. Una creencia que también se alimenta de nuestros miedos, como el que tenemos a la muerte. Hay, pues, que destruir de una vez por todas las “quimeras de la imaginación” inoculadas durante siglos por la castrante tradición cristiana. “Los hombres siempre se engañarán abandonando la experiencia para seguir sistemas imaginarios. El hombre es la obra de la naturaleza: existe en la naturaleza, está sujeto a sus leyes, no puede librarse de ellas; y no puede ir más allá de ellas ni siquiera con el pensamiento”, escribe.

La moral sobrenatural es opuesta a la moral natural. No se puede construir una moral sana si se abandona la razón y se recurre a ficciones teológicas. La moral defendida por la religión, o sea, la moral de los dioses, jamás contribuye a la felicidad de los hombres, sino que los hace desgraciados y miserables. Eso queda suficientemente subrayado en Sistema de la Naturaleza: “Los hombres han sido durante demasiado tiempo las víctimas y los juguetes de la moral incierta que la religión enseña […] La moral sobrenatural no está en absoluto conforme a la Naturaleza: la combate, quiere aniquilarla, la obliga a desaparecer a la temible voz de sus dioses […] Ármate, pues, ¡oh hombre!, de una justa desconfianza contra aquellos que se oponen a los progresos de la razón o que te insinúan que el examen puede dañar, que la mentira es necesaria, que el error puede ser útil. Todo el que prohíbe el examen tiene intenciones de engañar”.

Dicha obra, uno de los primeros manifiestos de un materialismo ateo y determinista, provocó una gran conmoción en aquellos países donde fue publicada, pues no solo en Francia vio la luz, sino también en Alemania, Inglaterra, España e incluso Estados Unidos. Fue condenada por el clero en su mismo año de publicación, siendo incluida en la lista negra del Index librorum prohibitorum. El Parlamento de París también la prohibió el 18 de agosto de 1770, ordenando que fuera quemada públicamente (afortunadamente, requisaron escasos ejemplares). ¿Por qué desató tanto recelo, incluso del rey Federico II de Prusia, a pesar de su admiración hacia los filósofos ilustrados? Porque en esa incendiaria obra, su autor no se anduvo con rodeos. Su radicalismo y estilo incisivo no dejaron indiferente a nadie. Atacó sin compasión las creencias religiosas. Desacralizó lo sobrenatural. Deconstruyó de un plumazo mitos y supersticiones, que convierten a los hombres en esclavos temerosos. E hizo de la razón el arma más eficaz para derrotar la ignorancia, la gran culpable de que se propague por el mundo tantas imposturas teológicas y metafísicas. “Observo por doquier a hombres más astutos e instruidos que el vulgo, al que engañan mediante encantamientos y deslumbran con obras que cree sobrenaturales, pues ignora los secretos de la naturaleza y los recursos del arte”, sostuvo.

Para D’Holbach, que hace gala de un empirismo racionalista, solo existe una realidad: la materia, organizada en la Naturaleza y poseedora por sí misma, y sin ninguna causa exterior, de movimiento. Materia y movimiento, en una cadena infinita de causas y efectos. La Naturaleza es inteligible y racional, y no posee ninguna finalidad. “El Universo, este vasto conglomerado de todo lo que existe, no nos ofrece en todas partes más que materia y movimiento: su conjunto nos muestra una cadena inmensa e ininterrumpida de causas y efectos. Algunas de estas causas nos son conocidas, porque afectan de manera inmediata nuestros sentidos; otras nos son desconocidas, porque no actúan sobre nosotros más que por efectos frecuentemente demasiado alejados de sus primeras causas [...] La Naturaleza, en el sentido más extenso, es el gran todo que resulta del ensamblaje de las diferentes materias, de sus diferentes combinaciones, de los diversos movimientos que vemos en el Universo”, leemos en Sistema de la Naturaleza.

Conviene subrayar, finalmente, que la lucha por la libertad intelectual y moral encuentra su germen en el pensamiento ilustrado. La batalla aún no ha concluido. Hoy, más que nunca, debemos reivindicar el legado de aquellos sabios ilustrados como el barón D’Holbach, si no queremos que la sinrazón vuelva a cubrir de tinieblas nuestro mundo, azotado en pleno siglo XXI por fanatismos religiosos y creencias supersticiosas, que ponen en serio riesgo la dignidad del hombre, el cual llevado por sus temores e ignorancia decide colocar su destino en manos de un líder tirano, sea visible o invisible. “Hay que examinarlo todo, removerlo todo sin excepción ni contemplaciones [...] Hay que derribar todas esas puerilidades, dar al traste con las barreras que no haya planteado la razón”, manifiesta Diderot. Por ello, no debemos olvidar que puesto que somos obra de la Naturaleza, como afirmaba D’Holbach, ella es nuestra única y mejor guía. Y sus sabios consejos siguen resonando dos siglos y medio después: “¡Aparta ya, oh ser inteligente, la venda que cubre tus párpados! Abre los ojos a la luz y utiliza la antorcha que la Naturaleza te presenta, para contemplar los vanos objetos que turban tu espíritu. Pide ayuda a la experiencia, consulta con tu razón”

Moisés Garrido Vázquez 

 

Anexo I

ÉTICA EUDEMONISTA Y ETOCRACIA

En su obra Leviatán (1651), Thomas Hobbes postuló que el gobierno tenía que establecerse en las leyes naturales y no en los designios divinos. Por su parte, John Locke, el promotor de la Ilustración británica, consideraba que la razón humana debía regir por encima de las creencias, ya fuese en la política, en la religión o en la ética. D’Holbach sigue ese mismo principio y considera el ateísmo como la vía más válida para garantizar un sistema ético razonable. A su vez, propone el eudemonismo, la tendencia ética según la cual la felicidad es el mayor bien (cuestión que aborda en su obra El sistema social). “Aprended el arte de vivir feliz”, aconsejó. La ética eudemonista tiene, por tanto, conexión con la ética epicúrea, que concibe la ataraxia o serenidad del alma como el camino hacia la felicidad. “Para el eudemonismo, la felicidad es el premio de la virtud y, en general, de la acción moral”, afirma el filósofo José Ferrater. En 1776, se publica de forma anónima Etocracia, obra en la que D’Holbach sugiere un gobierno fundado en la moral y cuyas leyes garanticen la libertad, la propiedad y la seguridad, para así preservar la felicidad de los ciudadanos. Hasta los reyes tienen que someterse a la ley, asegura. Moralizar la política no estaría mal en los tiempos que corren, de tanta corruptela entre quienes nos gobiernan, sean del signo que sean. ¿Por qué no se leen este ensayo nuestros políticos y toman buena nota para contribuir más eficazmente al bienestar social? “En este libro Holbach nos ofrece algunas recetas políticas para que podamos mirar a nuestro alrededor y reconocer si el mundo en el que vivimos está construido democráticamente o no, si se erige con la felicidad general en vistas o no [...] Es nuestro mundo algo vacilante y tremendamente incómodo con la situación a la que la Modernidad ha arribado el que se reconstruye a cada párrafo de Etocracia. Casi como si nada hubiera cambiado. Por ello este libro representa, al cabo, el necesario mensaje de ánimo que a veces hoy necesitamos. Un mensaje que se construye en torno a un convencimiento bien sencillo: que el pensamiento no es nada si no desea hacer el mundo más feliz. Como se puede apreciar, a veces lo sencillo es lo más radical”, sostiene Julio Seoane, doctor en Filosofía y profesor en la Universidad de Alcalá.

Anexo II

RELEGADO AL OLVIDO

 “No hay una biografía importante sobre D’Holbach, y la mayoría de sus obras están agotadas o publicadas solamente en pequeñas editoriales, y a menudo mal editadas. Su nombre aparece en algunas historias de la filosofía, pero con frecuencia sólo como mecenas de la Encyclopédie y anfitrión de filósofos cuyas obras raramente se leen. Fue uno de los hombres más valerosos e intelectualmente lúcidos y clarividentes del siglo XVIII, pero hoy es poco más que un nombre que aparece en las notas al pie de algunos libros sobre la Ilustración”, sostiene el historiador Philipp Blom. Los románticos del siglo XIX dejaron a un lado la Ilustración radical y, por tanto, las obras de D’Holbach quedaron relegadas al olvido, a diferencia de las de Rousseau. A su vez, el idealismo alemán, representado por Kant y Hegel, se impuso como la única tradición a tener en cuenta. La filosofía metafísica ganó terreno a la filosofía materialista, entrando sin ningún obstáculo en el mundo académico. Se rescataron a filósofos deístas como Voltaire, no así a los filósofos ateos, excluidos por los historiadores de la filosofía. Afortunadamente, algunos filósofos de nuestros días, defensores de la Ilustración más radical y críticos con el sistema académico vigente, tratan de difundir las ideas de filósofos ateos y anticlericales como el barón D’Holbach. Es el caso del filósofo francés Michel Onfray, autor de Contrahistoria de la filosofía, cuyo cuarto volumen se titula Los ultras de las Luces (publicada en España por Anagrama). En esta magnífica obra, aletea de principio a fin el pensamiento holbaquiano. Onfray se queja, como no podía ser de otro modo, de que D’Holbach haya sido postergado de las aulas universitarias, y no se realice ningún curso o seminario para difundir su pensamiento, no haya una biografía o no exista ninguna edición erudita o científica de su obra. “La universidad repite hasta el cansancio el contrato social rousseauniano, la tolerancia voltaireana, el criticismo kantiano o la separación de los poderes del pensador De la Brède. Y nada sobre el ateísmo de D’Holbach”, aduce. Por suerte, la editorial española Laetoli está sacando a la luz en su más que recomendable colección Los ilustrados las obras de D’Holbach, entre otros filósofos radicales del Siglo de las Luces. Así, ya han sido publicados los siguientes títulos: Sistema de la Naturaleza, El cristianismo al descubierto, Teología de bolsillo, Historia crítica de Jesucristo, Cartas a Eugenia y Etocracia.

Anexo III

EL PENSAMIENTO MATERIALISTA

El primero en acuñar el término ‘materialista’ fue Robert Boyle (1627-1691) en su obra The Excellence and Grounds of the Mecanical Philosophy (1647) y se refirió a “la filosofía según la cual la realidad está compuesta de corpúsculos que poseen propiedades mecánicas y actúan unos sobre otros de acuerdo con leyes mecánicas expresables matemáticamente”. El materialismo postula la inmanencia de la realidad, excluyendo toda trascendencia. Por tanto, nada que ver con la idea popular y peyorativa que se tiene del materialismo, como forma de vida basada en los intereses materiales. El materialismo surge en la Antigüedad con Demócrito y Epicuro, aunque desaparece enseguida para renacer ya en el siglo XVIII con filósofos radicales como D’Holbach, La Mettrie, Diderot y Meslier, promotores del materialismo ateo. “El materialismo es algo directamente opuesto al idealismo. Este último tiende a explicar todos los fenómenos de la naturaleza, todas las peculiaridades de la materia, por unas u otras propiedades del espíritu. El materialismo procede justamente a la inversa. Trata de explicar los fenómenos psíquicos por unas u otras propiedades de la materia, por esta u otra contextura del cuerpo humano, o, en general, el cuerpo animal. Todos los filósofos para quienes la materia es el factor primario, pertenecen al campo de los materialistas; en cambio, los que estiman que tal factor es el espíritu, son idealistas”, explica Georgi Plejánov en su ensayo El materialismo histórico.

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  1. Marc dice:

    Magnífico artículo.

  2. gilma dice:

    Gracias por este articulo tan bien trabajado, investigado.

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